Bien parapetado por los calcetines y calzoncillos, que en un
orden caótico se amontonaban en el segundo cajón de la mesita, se encontraba algo
más arrugado, pero intacto en su existencia, el sobre que el joven Adrià
custodiaba desde que la tarde del 20 de mayo, por su decimotercer cumpleaños, lo
recibiera de manos de sus padres. Era un sobre con los colores de la senyera y
una pegatina de una estrella azul que lo cerraba, en el que leyó al recibirlo: “De
Catalunya per l´Adrià”. Él no entendía nada de lo que en el sobre ponía y de
hecho bien poco le sorprendió, ya que se encontraba bastante acostumbrado a
leer carteles citando a Catalunya parecidos por las calles de su Barcelona
natal, escuchar enunciados semejantes en la televisión cuando se sintonizaba
TV3 o en los pasillos y comentarios de boca de sus compañeros del instituto de
su barrio de El Carmelo al que asistía ya por segundo año. Lo observó bien
antes de abrirlo por si en él se encontraba alguna pista de lo que se ocultaba
en su interior, lo sostuvo con el índice y el pulgar mientras lo ponía al
trasluz de ese sol primaveral, por si se trasparentaba su interior. -¡Espero que no sea más dinero!-, exclamó. Ya que bien sabía por otras veces, que si se
trataba de algún billete, más temprano que tarde se convertiría, por medio del
arte de la persuasión de su madre, en alguna camisa o pantalón de vestir que
según sus padres siempre tanta falta le hacían; pero que tan poco juego le
daban. Él hubiera preferido cualquier cosa antes que abrir el sobre y encontrar
en él algún billete de esos euros que tanto oía decir a los mayores que costaban
ganar; por lo que antes de abrirlo gritó: “¡El deseo, necesito cambiar el
deseo!” Todos se le quedaron mirando, sus abuelos, su padrino, los dos amigos
del instituto que allí estaban y sus padres poco menos que se echaron a reír;
pero él sabía lo que se hacía.
-¡Sí, quiero cambiar el deseo! Traedme la tarta, encended
las velas y cantad cumpleaños feliz otra vez, entonces yo pido el deseo, las
soplo y me dais el sobre.- les explicó. La cara de su padre en ese momento era
un poema, ya que acababa de quitar las trece velas, quemándose en el proceso un
dedo con la cera, y se preparaba ya para comenzar a partir la tarta después de
marcar las partes de forma milimétrica para que no se desperdiciara ni una miga
de la misma. -¡Vuelta a empezar!- exclamaron sus amigos del instituto, mientras
uno de ellos abrazaba al pequeño Oriol que comenzaba ya a impacientarse ya que
sabía que en los cumpleaños de su hermano, cuando sus padres le daban el regalo
a su hermano mayor, él siempre terminaba pescando algo. Así que una vez
preparada la tarta con todas sus velas encendidas y cantada la canción por
todos, Adrià cerró bien fuerte sus ojos, cruzó todos los dedos de su cuerpo y
deseó mientras soplaba, que lo que contuviera el sobre no fuera un billete.
Tras el ritual, su padre volvió a darle de nuevo el sobre, esta vez con una colleja
de complicidad incluida. Y su madre, que no sabía concretamente qué era el
regalo añadió: “Ábrelo, venga, que nos tienes en ascuas. Y a ver si se te cumple
el deseo”. Entonces Adrià, con los nervios a flor de piel y con todas las
miradas de los allí presentes puestas en el movimiento de sus manos, levantó la
pegatina de la estrella y abrió el sobre. De él sacó tres papeletas de las que
leyó detenidamente “Athletic Club – FC Barcelona, Estadio Camp Nou, Barcelona
30 de mayo de 2015… ¡ENTRADAS PARA LA FINAL DE LA COPA DEL REY!” La quietud del
instante estalló por los aires, el chico salió corriendo y agitando las
entradas y el sobre mientras daba vueltas alrededor de los que allí estaban. “¡Tot
el camp… es un clam…!”, gritaba entusiasmado. Era la primera vez que asistiría
en su vida a un partido del Barça, su club de siempre. Y allí había tres
entradas: una para él, otra para su padre… y sí, otra para el pequeño Oriol,
que el día después de la Final tomaría su primera comunión y que aunque su
padre no estaba muy por la labor del acto religioso, sí tenía ganas también de
que no olvidara aquella fecha. Todos reían al ver a los dos hermanos abrazarse
y correr hacia su cuarto para buscar las camisetas que tenían del Barcelona.
Mientras, la madre le preguntó a su marido si no sería un partido peligroso
para llevar a los niños, a lo que le contestó que eran dos aficiones que se
llevaban bien y que sería una oportunidad para que los chicos aprendieran de
verdad qué era aquel ambiente, que era una ocasión irrepetible y que no se les
olvidaría en la vida.
Volvió Adrià a revisar antes de acostarse que el sobre se
hallaba escondido en el lugar en el que siempre había estado. Al día siguiente
era el gran día y no podía perderlo. Aquella noche soñó con Messi, Xavi, Iniesta,
Piqué y con otros jugadores que había oído nombrar y que recordaba vagamente;
pero que ya no estaban en el equipo como Ronaldinho, Eto´o, Henry, Villa,
Valdés o Puyol… Era el equipo de su vida, aquel al que se había aficionado a
partir del año 2009, el año del sextete. Y era además el equipo donde jugaban
los que para él eran sus héroes, aquellos que además de los títulos del club habían
conseguido las dos Eurocopas y el Mundial, sobre todo él tenía afición por Xavi
y por Iniesta… no lo podía ocultar y sus camisetas bien lo indicaban, todas las
que tenía llevaban uno u otro nombre a la espalda. Amaneció y ya supo con los primeros
rayos del sol que aquel día sería un día grande. Su hermano estaba también
impaciente y entre regates y juegos llegó rápida la hora de prepararse para ir
al partido. Lo tenía bien claro Adrià, se metió en su cuarto como un conejo en
su madriguera, removió los cajones y salió gritando: ¡Vámonos ya! Apareciendo
en el salón de su casa enfundado con la camiseta que firmada por Iniesta, guardaba
como oro en paño. Una camiseta que le regaló su tío del pueblo cuando fueron el
año del Mundial a veranear con la familia de su madre a Villamalea; una
camiseta de la Selección española de fútbol. Su padre giró la cabeza, lo miró
de arriba abajo, frunció el ceño y le contestó: “Tú, así, no vienes”. La mirada
y el tono de las palabras de su padre no dejaban lugar a réplica; pero Adrià no
lo comprendía, por lo que le exclamó: “Pare; ¡però si és la del Iniesta!”. –Tens raó Adrià; però avui toca anar amb la
del Barça- contestó su padre, mientras sacaba tres camisetas de una bolsa. Eran
las de la equipación del Barça con los colores de la senyera, esas que no le
gustaban nada a su madre porque en ellas se mezclaban política y deporte; pero
que aquella noche no se atrevió a decir nada por no aguar la fiesta a sus hijos
con otra discusión más con su marido por motivos de política.
Llegaron a las inmediaciones del Camp Nou, todo estaba lleno
de miles de personas con camisetas de ambos clubes y banderas. El ambiente era
festivo y las luces y música tenían encandilados a Adrià y Oriol que, con paso
entrecortado y mirando hacia todos lados, iban de la mano de su padre para no
perderse entre tanta gente. Se aproximaron a la entrada por las que a ellos les
tocaba acceder al estadio y entonces, antes de ello un señor, con una barretina
y una bandera al cuello les llamó la atención a los chiquillos. -¡Tomad estos
dos silbatos!- les dijo mientras se los colocaba al cuello a ambos y le daba
otro al padre guiñándole el ojo. Entraron al estadio, la intensidad de los
focos los deslumbraron y que ya estuviese casi lleno les sobrecogió. Quedaba
poco para que saltaran ambos equipos, de hecho debido al atasco se habían
perdido el calentamiento. Entonces, avisaron algo por megafonía, salieron ambos
equipos que se colocaron para los saludos iniciales y comenzó a sonar el himno
de España, ese himno que tanto recordaba Adrià de tantas veces como había visto
el DVD de la Final del Mundial de 2010, ese que sonaba cada vez que ganaban los
hermanos Gasol, Marc Márquez, Rafa Nadal… Entonces llegó el estruendo
ensordecedor. Toda la gente se puso a hacer sonar sus silbatos, a pitar,
gritar, insultar y él, asombrado, miró a su padre que entre sus labios sostenía
el silbato que le habían dado en la entrada haciéndolo sonar mientras hacía
cortes de manga efusivamente en dirección a alguien a lo lejos y a su lado su
hermano pequeño imitaba sin saber todo lo que hacía su progenitor. Terminaron
los silbidos y Adrià le preguntó a éste sorprendido: “Papá, ¿por qué ha silbado
la gente?” –Hijo mío- le contestó su padre-, porque nosotros odiamos a España.