No sé si por casualidad o por relación con la labor que
desempeño, últimamente escucho en repetidas ocasiones, llegando incluso a
contabilizarse varias al día, las típicas expresiones de que la juventud no
sabe qué hacer, que vive del cuento, que no se halla comprometida, que no tiene
metas, que no sabe buscarlas y no se esfuerza por alcanzarlas, que solo piensa
en el ocio y en el disfrute momentáneo sin pensar en el presente o en las
consecuencias de sus actos en el futuro. Hasta cierto punto llego a comprender
que esta ristra de expresiones estereotipadas, relacionadas con la juventud,
provengan, en determinados momentos, de ciertas personas. Sobre todo de
aquellas que experimentaron tiempos en los que afloraban las oportunidades por
doquier y que a su vez, tenían en su memoria más reciente extensos períodos de
dificultades políticas, sociales o económicas; por ejemplo, aquella generación
de la transición, momento en el que nuestra democracia comenzaba a dar sus
primeros pasos.
Lo que es preocupante es que no sean aquellos jóvenes de la
transición, hoy con treinta y siete años más a sus espaldas, quienes pronuncien
esas expresiones, como si de un mantra tibetano se tratase, que los hay; sino
que quienes rezan con determinado cántico son muchos de los jóvenes actuales.
Juventud que, gracias a la época en la que nacieron, no les tocó vivir las
dificultades de una guerra, de una postguerra, de un aislamiento internacional
o de la ausencia de muchos derechos democráticos, y en definitiva, de la
carencia de una juventud tal y como hoy la conocemos. Es preocupante que muchos
jóvenes se cuestionen su propio progreso y desarrollo en tiempos de crisis; sobre
todo, cuando se sabe que cualquier crisis es superable, y a día de hoy ya
comienza a haber, aunque tímidos, indicios de que comenzamos a ver el final del
túnel, pese a que nos falte aún trecho para alcanzar la salida definitiva. Es
alarmante esta actitud porque permanecer en punto muerto, sin marcha alguna,
supone que cuando el motor se ponga a funcionar, aún habrá personas esperando
una señal para la salida.
La cuestión es, ¿por qué surge en estos muchachos la
capacidad de cuestionarse su propio futuro dentro de la dificultad actual?
Confieso que le he dado muchas vueltas a la misma, y siempre llego a idéntica
conclusión: la educación recibida. No hablo aquí de educación reglada, compuesta
por las diversas asignaturas de los currículos educativos; sino de la educación
en valores, esa tantas veces olvidada y que tanto sirve para el gran examen de
la vida. Esa educación en valores que se ha visto trastocada en momentos de
bonanza económica, y que no supo ser transmitida, en determinados casos, a una
generación que nació sin dificultades sociales y con gran parte del trabajo
hecho. Una juventud que fue durante mucho tiempo mal informada con la idea de
que tenía todos los derechos del mundo adquiridos; pero que en pocos casos
aprendió que para que perduraran esos derechos, se requería de unas
obligaciones que todos debían acometer.
Por eso, desde aquí, rompo una lanza a favor de la juventud
actual, que tanto sufre y que en determinados momentos tan negro ve su futuro.
El desánimo y la inactividad no solucionan ningún problema. Para tener un
futuro siempre hay que marcarse una meta y proponerse alcanzarla. Quizá haya tormenta
y oleaje en la travesía, pero cuando se tiene una brújula que marca bien el
norte es difícil perderse. Quizá haya parte de la tripulación que aconseje abandonar
y regresar a puerto, pero que sepas que todo esfuerzo siempre obtiene
recompensa. Y quizá cuando llegues a puerto tengas descendencia; para los que
te sucedan será el cuaderno de bitácora de tu viaje, donde les muestres cuáles
fueron tus hazañas y cómo afrontaste las dificultades. Porque la lección que
les legues será su más divino tesoro.