Aún recuerdo aquel instante preciso cuando, rondando yo esa
edad que sirve de tránsito de la educación primaria a la secundaria, descubrí
que en nuestro país hubo una época pretérita, y no tan lejana de mi presente, en
el que la posibilidad de reunirse libremente en medio de la calle o conversar
de manera distendida con cualquiera, acerca del tema que su libre albedrío
eligiese, estaba prohibido. Puedo rememorar las preguntas que pude formularle a
mi profesor en Maristas y a mis padres al llegar a casa en el momento en el que
descubrí aquello; y puedo traer a mi presente más inmediato esa inquietud al desvelárseme,
en ambos casos, que la causa de aquella falta de actividades que yo veía
normales y justas, y que practicaba de forma diaria con mis amigos en ese gran
terreno de juego que eran las calles de mis ciudades de la infancia, se debía a
la ausencia de esa libertad que sí nos otorgaba la Constitución Española de 1978
en sus artículos 20º y 21º. “¿No había libertad? ¿La gente no se podía reunir
cuándo, dónde y con quién quisiera, a hablar de lo que le diera la gana? ¡Pues
vaya un aburrimiento!”
Desde la óptica de un muchacho que cuyas metas por aquel
entonces eran obtener la máxima nota en cualquier examen, terminar el primero
en hacer los deberes, jugar al baloncesto con los amigos, vivir nuevas aventuras
en esos libros que pululaban por casa o descubrir el mundo natural que le rodeaba,
podía ser un aburrimiento; pero la verdad que conforme iba creciendo y
conociendo más aquella época, más injusto me parecía que alguna vez pudiera
haberse dado en mi país un comportamiento así. ¿Qué de malo podía haber en que
varias personas se reunieran para hablar de lo que fuera? Con el tiempo
descubrí que el miedo podía radicar en los propios gobernantes, que dictaban
leyes para el pueblo –pero sin el pueblo–,
y en el temor de que una masa de ciudadanos pudiera arrebatarles ese poder que
ostentaban. Por lo que me puse a indagar en ese texto que nos otorgaba aquellas
leyes que nos permitía hacer cosas que nuestros antepasados no osaban ni
imaginar. Y así fue como descubrí la libertad que tenían los ciudadanos de
participar de asuntos públicos, los trabajadores de ir a la huelga, descubrí
también que cualquier persona no podía juzgar a otra por su ideología ni por su
creencia religiosa, o que nadie podía privar de la libertad a nadie y que la
seguridad de todos nosotros estaba a salvo, así como nuestro derecho a la vida
y a la integridad física o moral y a establecer libremente nuestra residencia o
a circular por cualquier parte de nuestro país, ¡faltaría más! Eran cosas tan
obvias… quizá muchas de ellas ya existieran; pero ahí estaban en ese libro de
leyes supremo que rige la existencia de nuestro país. Sería injusto no
obedecerlo o que no se hicieran cumplir. Pues sí, me equivocaba. Conforme fui
creciendo, madurando y dándome cuenta del mundo que me rodeaba me topé con una
realidad en la que había gente que era capaz de asesinar por pensar diferente,
de prejuzgar a individuos por pertenecer a una ideología o creencia religiosa
distinta a la suya, a secuestrar por desempeñar una labor profesional
determinada, a impedir que personas que querían vivir en aquella tierra donde
tenían sus raíces pudieran hacerlo teniendo que emigrar, a llevar hasta las
máximas consecuencias de terror e intolerancia ciudadana la idea de que o era
su forma de ver las cosas la que prevalecía o no habría vuelta de hoja.
Con el paso de los años esta situación fue cambiando y
apaciguándose; aunque aún siga existiendo cierto resquemor. El problema es que
esa intolerancia mencionada no ha sido eliminada; sino sustituida en sus
actantes, sociales e ideológicos, por nuevos personajes con nuevas banderas que
aparecen para intentar hacer el mismo daño en las instituciones públicas con
sus actos y palabras, escudándose a su vez en esa libertad que les garantiza
nuestra Carta Magna. El problema es que nunca entendieron que en nuestra
Constitución, al igual que hay un apartado de derechos, existe también el de
obligaciones. No entender que en un mundo globalizado, en que ha quedado
descubierto que todo lo que nos dijeron del capitalismo y el comunismo era
verdad y mentira, eliminar la capacidad para dialogar y llegar al consenso con
la simple meta de hacer de este mundo un lugar mejor, es privar a una
civilización entera de todas aquellas ventanas comunicativas que nos abren los
avances tecnológicos del siglo XXI.
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