miércoles, 20 de noviembre de 2013

La langosta mariachi


Graciosa es siempre esa actitud de pérdida del norte y hasta del buen gusto, en aquellas personas que tras estar acostumbradas a transitar por el valle tortuoso de las cornadas que da la vida, ésta, casi como por arte del birlibirloque, hace mudanza en su costumbre virando hacia la más áurea de las dichas. Quizá no nos acordemos ya tanto de aquellos nuevos ricos que, tras el boom del ladrillo, pulularon por nuestra geografía desfilando en fastuosos coches provistos de más extras que los utilizados en la escena del funeral de la película Gandhi, o de aquellos que construyeron palacios repletos de innumerables habitaciones vacías de sentimientos y llenas de deudas al por mayor, o de aquellos otros que a la hora de pagar, si es que lo hacían, mostraban “fajazo” de billetes al canto en un acto de poderío sin parangón. La pérdida del llamado “buen gusto” en ellos se demostraba en el hecho de la falta de costumbre a la constante posesión del vil metal entre sus manos. Tanto tuvieron, con tanta mala arte lo crearon y en tan breve espacio de tiempo lo amasaron, que en cuatro días se lo fundieron.

Para este tipo de actitud me vale el ejemplo de aquel momento inmortal de un episodio de los Simpson –sé que los que me conocéis, ahora os estaréis preguntando cómo he tardado tanto tiempo en hacer una intertextualidad a un momento de tan gran serie de animación en mi blog…– en el que Moe Szyslak, perpetuo corazón solitario y desafortunado en los amores, encuentra una señorita con la que compartir su día a día. El amor llega a la taberna del bueno de Moe, y en su falta de costumbre en el arte del amor decide encandilar a la joven con joyas y viajes; llegando incluso a, en un arrebato por agasajarla con la mayor exclusividad conocida, invitarla a cenar pidiéndole como ágape al garçon (el restaurante es de postín) que les sirva el mejor plato relleno del segundo mejor plato, o sea: langosta rellena de tacos. Actitudes absurdas, pero que reflejan la falta de educación en la gestión responsable de la riqueza y de los sentimientos a los que uno se encuentra poco acostumbrado. Pero no seré yo el que sancione su actitud, lo malos que fueron o lo rápido que lo malgastaron; como liberal convencido siempre he sido de la opinión de que todo aquel que se funde una fortuna, ya sea quemándola, está en su libertad de elegir lo que quiere hacer con su riqueza personal y con su futuro. El problema surge cuando el dinero no es de origen privado, no es fruto del azar ni de la burbuja creada para tal efecto; sino que se trata del dinero de todos aquellos que, religiosamente, pagamos nuestros impuestos para sostener todo el entramado social que da lugar al bienestar de nuestra nación. Me refiero concretamente al dinero público en esencia, y no en potencia (al dinero defraudado a Hacienda ya me referiré en otro momento), ese dinero que sale de las arcas públicas presupuestado en partidas destinadas a cuestiones diversas, ese mismo que fue contemplado por muchos como dinero sin dueño, por el simple hecho de tratarse de dinero público, ese mismo, en definitiva, que ha demostrado haber sido saqueado por sus destinatarios en una maniobra de alta ingeniería financiera para almacenarlo bien calentito bajo sus huecos colchones.

Ahora bien, lo que sí que pasaré a criticar es la actitud que, día tras día y gracias a la labor de investigación de jueces, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y periodistas independientes, han demostrado haber llevado a cabo aquellos que llenaron sus arcas a golpe de subvención para alcanzar la paz social y lograr ese silencio de la calle tan necesario para aquel gobierno, que conocedor del hundimiento económico, irresponsablemente no hizo nada para atajarlo. Aquellos que en connivencia con la mentira, justificaron el gasto de los fondos públicos “cocinando a la carta” facturas de langostinos, esos mismos que justificaron las copas y el picoteo de la Feria de Abril como “trabajo”, estos mismos que hoy se demuestra que exportaron su negocio de formación a países de Centroamérica para cargarle a la Junta de Andalucía viajes de placer, alcohol, mariscadas… ¡y hasta mariachis! con el fin de fomentar la «Integración y Fortalecimiento Sindical en Centroamérica y El Caribe». Una suntuosa joya pagada con el dinero de aquel parado que espera en la cola de la oficina de empleo más cercana.



miércoles, 13 de noviembre de 2013

El reinado de la improvisación


A lo largo de nuestra vida, solemos ponernos metas a alcanzar de manera consciente o inconsciente; así podemos ver como el simple hecho del crecimiento lleva al ser humano, desde estados iniciales de su existencia, a lograr destrezas como hablar, andar, leer, escribir o poseer las capacidades psicomotrices con las que luego llevar a cabo el desarrollo de un largo etcétera de tareas que le servirán para desarrollar su intelecto conforme se vayan sucediendo los años de su existencia. La gran mayoría de nosotros quizá no recordemos el momento inicial en el que adquirimos por vez primera algunas de las citadas destrezas; pero el hecho de que muchos de nosotros llegáramos a perfeccionarlas y a hacer evolucionar su nivel de uso se debe al simple hecho de haber comenzado por repetir el acto hasta la actualidad. Valga el ejemplo de atarse los cordones; acto que en teoría todo adulto debería poder realizar sin esfuerzo una vez aprendido. Somos capaces de llegar a hacer el mismo nudo, de manera perfecta e incluso con los ojos cerrados, por el simple hecho de que lo llevamos repitiendo desde el primer momento en el que lo logramos hacer bien; y de hecho, lo hemos ido mejorando conforme las repeticiones se han ido sucediendo. De no ser así, a día de hoy nos sería prácticamente imposible hacerlo con éxito.

El aprendizaje afianzado en la repetición de secuencias, en los momentos iniciales del ser humano, es algo que complementa a sus aprendizajes cognitivo e instintivo. Pero el proceso de enseñanza y aprendizaje de diversos contenidos, cuando el ser humano es más adulto cambia; o mejor dicho, se ve complementado por el desarrollo del entendimiento y la capacidad analítica del mismo que le puede llevar incluso a innovar acerca de los contenidos aprendidos. Por lo tanto, las metodologías y las secuencias de aprendizaje utilizadas por quienes se encargan de dicho proceso de enseñanza se deben preparar con antelación, previendo cuál va a ser el destinatario, su nivel de destreza y qué metas se quieren alcanzar. Este proceso les será muy familiar a todos los que se dedican a la enseñanza en el nivel que sea. La labor de hacer una “programación didáctica” es algo que todo docente está obligado a realizar antes del inicio del curso, acompañado de estudios previos acerca del alumnado. Pero siempre se tendrá que revisar y anotar la evolución de su alumnado, así como la relación entre lo programado y lo alcanzado, para que en momento en el que se crea oportuno realizar los cambios pertinentes, en base a los resultados obtenidos. En resumidas cuentas, dado que la empresa es importante: educar al futuro de una nación, no se puede dejar nada a la trivial improvisación.

Por otra parte, es verdad que una vez alcanzado el nivel excelente de dominio de una destreza se puede llegar a innovar sobre la misma aplicando la improvisación en su desarrollo, y así tenemos los ejemplos en la música o en las artes escénicas. Pero tiene que quedar esto bien claro, el nivel de dominio de la destreza debe ser excelente, rozar la perfección sino superarla, para que en el momento en el que se aplique la improvisación dé como resultado una verdadera obra de arte. El problema se da cuando el que ejecuta sus actos, creyéndose experto en su destreza, por el simple hecho de tener una posición privilegiada a la hora de tomar las decisiones, las toma sin atender a las consecuencias, sin tener en cuenta los estudios previos de otros expertos en la materia y sin revisar las programaciones que deben servirle de guía para que la consecuencia de sus actos sea el éxito; entonces, entra en una espiral de toma de decisiones erróneas, sobre las que deberá regresar cada vez que se demuestre que son desacertadas, para rectificar sobre ellas, haciendo perder un tiempo valioso al alcance del éxito de las buenas ideas. Es lo que comúnmente califico como “actos embrague”, aquellos en los que el sujeto primero mete la pata, para acto seguido proceder a realizar los cambios pertinentes, con toda la pérdida de ese valioso tiempo que muchas veces va en contra y de ese reconocimiento público que tantas veces cuesta ganar.



miércoles, 6 de noviembre de 2013

¿Erasmus o Robertus?


Toda la vida buscando el mapa del tesoro, sin darnos cuenta de que nosotros mismos somos el verdadero cofre que atesora todas las grandes riquezas de la vida. Podría ser esta una sentencia que resumiera el momento de crisis, cambio y pérdida de rumbo por el que pasa nuestra sociedad; ese instante tras el terremoto en el que nos encontramos, medio aturdidos por el temblor y expectantes ante una posible nueva sacudida; dominante del afán manifiesto por encontrar un tablón salvavidas en medio de nuestra tempestad generacional, que nos impide mirar más allá de nuestros propios pies. Es cierto que hemos pasado por momentos difíciles; pero no menos arduos fueron aquellos que superaron muchos de nuestros antepasados; sí, aquellos ancestros cuyas historias, biografías y hazañas se encuentran en libros mohosos de olvidadas bibliotecas, o en la más “trendy” de las enciclopedias virtuales esperando a que hagamos clic sobre su hipervínculo.

Siempre he sido de la opinión, como exponía hace ya unas cuantas semanas, que el verdadero progreso del ser humano se debe a la perfecta combinación de los conceptos de “tradición” y “renovación” en cualquier ámbito de su existencia. Y como máximo ejemplo de ello, válgame una de las épocas de máximo esplendor de Occidente, ese periodo escrito con letras de oro en nuestra historia y que trajo la luz a las tinieblas del Antiguo Continente. Me estoy refiriendo, cómo no, al Renacimiento. Tras la desaparición de Roma como Imperio y la división del mismo en las diversas provincias que lo formaban, todas ellas corrieron una suerte desigual bajo la batuta de una dificultosa condición vital pródiga en guerras, miserias y ausencia de saber, amalgamada a su vez por un sistema político feudal, que dejaba poco margen de libertad a la sociedad medieval. Quizá más de uno, desde la óptica actual reniegue de lo malos, y hasta “medievofascistas”, que podían llegar a ser los estadistas de aquella época; pero lo que no sabrán es que para aquel periodo histórico no había otra opción posible; parafraseando a un eslogan, que muchas veces parece algo coetáneo de aquel tiempo: “Feudalismo o muerte”. Occidente lo tenía crudo, tanto las invasiones de los pueblos del Norte, como las que llegaban desde Asia propiciaban que la mano dura imperara por una simple cuestión de supervivencia, dando tiempo a que los nuevos estados resultantes adquirieran una individualidad nacional desde la que comenzar a andar hacia la modernidad. Cuando esa calma llegó y los grandes males pasaron, tuvimos la suerte como civilización de encontrarnos con unos jóvenes humanistas altamente preparados para la ocasión, hombres que con su esfuerzo supieron dotar de un brillo más intenso que el de la propia electricidad, a esa sociedad que tanto lo necesitaba. Hombres que regresaron a esos textos preservados en las bibliotecas monasteriales, para revitalizar la cultura clásica de la antigüedad grecolatina; jóvenes que apostaron por una concepción ideal y real de las ciencias y que además ubicaron al propio ser humano como medida de todas las cosas. Alumbrando con ello el concepto del “hombre del renacimiento”, libre de las cargas del pasado; pero con la experiencia suficiente, gracias a su preparación académica e inquietudes vitales, para poder extraer de aquel remoto pasado todo lo beneficioso que en él hubiera, y poder así construir su futuro.

Con el propósito de “mejorar la calidad y fortalecer la dimensión europea de la enseñanza superior fomentando la cooperación transnacional entre universidades, estimulando la movilidad en Europa y mejorando la transparencia y el pleno reconocimiento académico de los estudios y cualificaciones en toda la Unión” nació el programa ERASMUS que llevaba el nombre de uno de aquellos jóvenes, Erasmo de Rotterdam. Pero con el paso del tiempo, muchos de sus beneficiarios creyeron ver en dicho plan una oportunidad áurea para convalidar en el extranjero aquellas asignaturas-hueso de sus carreras, por otras menos dificultosas de su destino, o incluso enriquecer su conocimiento en rituales festivos europeos a niveles de “summa cum laude”. El problema es que en estos días, movido por el afán de garantizar que la aportación llegue a los estudiantes con más bajos ingresos, el Ministro Wert ha condicionado dicha beca al hecho de haber sido beneficiario de una ayuda general universitaria el curso pasado, perjudicando a los alumnos no becados el año anterior debido al carácter retroactivo de la medida y rectificando horas más tarde ante la presión y el revuelo ocasionado. Siempre he sido partidario de explicar bien las cosas, más y cuando tras un ajuste correcto de las becas se podrían ofrecer 250€ a los Erasmus que más lo necesitan, en vez de dar 38€ a todos, lo necesiten o no. No seré yo quien acuse a todo aquel que, en vez de aprovechar su Erasmus para formarse, se la dilapidó ejerciendo de Robertus en tierras extrañas. Hoy más que nunca nos encontramos con esa necesidad imperiosa de individuos altamente preparados y comprometidos para comenzar a andar hacia el futuro. Los tiempos son igual de difíciles, y volvemos a ser conscientes de que no solo las modas vuelven; sino que todo aquel tiempo que desperdiciamos en bagatelas y ocio, además, se nos vuelve en contra. Es el momento de mirar hacia el pasado y aprender de los errores… y los aciertos.