miércoles, 28 de noviembre de 2012

Divino tesoro



No sé si por casualidad o por relación con la labor que desempeño, últimamente escucho en repetidas ocasiones, llegando incluso a contabilizarse varias al día, las típicas expresiones de que la juventud no sabe qué hacer, que vive del cuento, que no se halla comprometida, que no tiene metas, que no sabe buscarlas y no se esfuerza por alcanzarlas, que solo piensa en el ocio y en el disfrute momentáneo sin pensar en el presente o en las consecuencias de sus actos en el futuro. Hasta cierto punto llego a comprender que esta ristra de expresiones estereotipadas, relacionadas con la juventud, provengan, en determinados momentos, de ciertas personas. Sobre todo de aquellas que experimentaron tiempos en los que afloraban las oportunidades por doquier y que a su vez, tenían en su memoria más reciente extensos períodos de dificultades políticas, sociales o económicas; por ejemplo, aquella generación de la transición, momento en el que nuestra democracia comenzaba a dar sus primeros pasos.

Lo que es preocupante es que no sean aquellos jóvenes de la transición, hoy con treinta y siete años más a sus espaldas, quienes pronuncien esas expresiones, como si de un mantra tibetano se tratase, que los hay; sino que quienes rezan con determinado cántico son muchos de los jóvenes actuales. Juventud que, gracias a la época en la que nacieron, no les tocó vivir las dificultades de una guerra, de una postguerra, de un aislamiento internacional o de la ausencia de muchos derechos democráticos, y en definitiva, de la carencia de una juventud tal y como hoy la conocemos. Es preocupante que muchos jóvenes se cuestionen su propio progreso y desarrollo en tiempos de crisis; sobre todo, cuando se sabe que cualquier crisis es superable, y a día de hoy ya comienza a haber, aunque tímidos, indicios de que comenzamos a ver el final del túnel, pese a que nos falte aún trecho para alcanzar la salida definitiva. Es alarmante esta actitud porque permanecer en punto muerto, sin marcha alguna, supone que cuando el motor se ponga a funcionar, aún habrá personas esperando una señal para la salida.

La cuestión es, ¿por qué surge en estos muchachos la capacidad de cuestionarse su propio futuro dentro de la dificultad actual? Confieso que le he dado muchas vueltas a la misma, y siempre llego a idéntica conclusión: la educación recibida. No hablo aquí de educación reglada, compuesta por las diversas asignaturas de los currículos educativos; sino de la educación en valores, esa tantas veces olvidada y que tanto sirve para el gran examen de la vida. Esa educación en valores que se ha visto trastocada en momentos de bonanza económica, y que no supo ser transmitida, en determinados casos, a una generación que nació sin dificultades sociales y con gran parte del trabajo hecho. Una juventud que fue durante mucho tiempo mal informada con la idea de que tenía todos los derechos del mundo adquiridos; pero que en pocos casos aprendió que para que perduraran esos derechos, se requería de unas obligaciones que todos debían acometer.

Por eso, desde aquí, rompo una lanza a favor de la juventud actual, que tanto sufre y que en determinados momentos tan negro ve su futuro. El desánimo y la inactividad no solucionan ningún problema. Para tener un futuro siempre hay que marcarse una meta y proponerse alcanzarla. Quizá haya tormenta y oleaje en la travesía, pero cuando se tiene una brújula que marca bien el norte es difícil perderse. Quizá haya parte de la tripulación que aconseje abandonar y regresar a puerto, pero que sepas que todo esfuerzo siempre obtiene recompensa. Y quizá cuando llegues a puerto tengas descendencia; para los que te sucedan será el cuaderno de bitácora de tu viaje, donde les muestres cuáles fueron tus hazañas y cómo afrontaste las dificultades. Porque la lección que les legues será su más divino tesoro.

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