Toda la vida buscando el mapa del tesoro, sin darnos cuenta
de que nosotros mismos somos el verdadero cofre que atesora todas las grandes riquezas
de la vida. Podría ser esta una sentencia que resumiera el momento de crisis, cambio
y pérdida de rumbo por el que pasa nuestra sociedad; ese instante tras el
terremoto en el que nos encontramos, medio aturdidos por el temblor y expectantes
ante una posible nueva sacudida; dominante del afán manifiesto por encontrar un
tablón salvavidas en medio de nuestra tempestad generacional, que nos impide
mirar más allá de nuestros propios pies. Es cierto que hemos pasado por
momentos difíciles; pero no menos arduos fueron aquellos que superaron muchos
de nuestros antepasados; sí, aquellos ancestros cuyas historias, biografías y
hazañas se encuentran en libros mohosos de olvidadas bibliotecas, o en la más “trendy”
de las enciclopedias virtuales esperando a que hagamos clic sobre su
hipervínculo.
Siempre he sido de la opinión, como exponía hace ya unas
cuantas semanas, que el verdadero progreso del ser humano se debe a la perfecta
combinación de los conceptos de “tradición” y “renovación” en cualquier ámbito
de su existencia. Y como máximo ejemplo de ello, válgame una de las épocas de
máximo esplendor de Occidente, ese periodo escrito con letras de oro en nuestra
historia y que trajo la luz a las tinieblas del Antiguo Continente. Me estoy
refiriendo, cómo no, al Renacimiento. Tras la desaparición de Roma como Imperio
y la división del mismo en las diversas provincias que lo formaban, todas ellas
corrieron una suerte desigual bajo la batuta de una dificultosa condición vital
pródiga en guerras, miserias y ausencia de saber, amalgamada a su vez por un
sistema político feudal, que dejaba poco margen de libertad a la sociedad
medieval. Quizá más de uno, desde la óptica actual reniegue de lo malos, y
hasta “medievofascistas”, que podían llegar a ser los estadistas de aquella
época; pero lo que no sabrán es que para aquel periodo histórico no había otra
opción posible; parafraseando a un eslogan, que muchas veces parece algo
coetáneo de aquel tiempo: “Feudalismo o muerte”. Occidente lo tenía crudo, tanto
las invasiones de los pueblos del Norte, como las que llegaban desde Asia propiciaban
que la mano dura imperara por una simple cuestión de supervivencia, dando
tiempo a que los nuevos estados resultantes adquirieran una individualidad
nacional desde la que comenzar a andar hacia la modernidad. Cuando esa calma
llegó y los grandes males pasaron, tuvimos la suerte como civilización de encontrarnos
con unos jóvenes humanistas altamente preparados para la ocasión, hombres que
con su esfuerzo supieron dotar de un brillo más intenso que el de la propia
electricidad, a esa sociedad que tanto lo necesitaba. Hombres que regresaron a esos
textos preservados en las bibliotecas monasteriales, para revitalizar la
cultura clásica de la antigüedad grecolatina; jóvenes que apostaron por una
concepción ideal y real de las ciencias y que además ubicaron al propio ser
humano como medida de todas las cosas. Alumbrando con ello el concepto del “hombre
del renacimiento”, libre de las cargas del pasado; pero con la experiencia suficiente,
gracias a su preparación académica e inquietudes vitales, para poder extraer de
aquel remoto pasado todo lo beneficioso que en él hubiera, y poder así
construir su futuro.
Con el propósito de “mejorar la calidad y fortalecer la
dimensión europea de la enseñanza superior fomentando la cooperación
transnacional entre universidades, estimulando la movilidad en Europa y
mejorando la transparencia y el pleno reconocimiento académico de los estudios
y cualificaciones en toda la Unión” nació el programa ERASMUS que llevaba el
nombre de uno de aquellos jóvenes, Erasmo de Rotterdam. Pero con el paso del
tiempo, muchos de sus beneficiarios creyeron ver en dicho plan una oportunidad
áurea para convalidar en el extranjero aquellas asignaturas-hueso de sus carreras,
por otras menos dificultosas de su destino, o incluso enriquecer su
conocimiento en rituales festivos europeos a niveles de “summa cum laude”. El
problema es que en estos días, movido por el afán de garantizar que la
aportación llegue a los estudiantes con más bajos ingresos, el Ministro Wert ha condicionado
dicha beca al hecho de haber sido beneficiario de una ayuda general
universitaria el curso pasado, perjudicando a los alumnos no becados el año
anterior debido al carácter retroactivo de la medida y rectificando horas más tarde ante la presión y el revuelo ocasionado. Siempre he sido partidario de explicar bien las cosas, más y cuando tras un ajuste correcto de las becas se podrían ofrecer 250€ a los Erasmus que más lo necesitan, en vez de dar 38€ a todos, lo necesiten o no. No seré yo quien acuse a todo aquel que, en vez de aprovechar su
Erasmus para formarse, se la dilapidó ejerciendo de Robertus en tierras extrañas.
Hoy más que nunca nos encontramos con esa necesidad imperiosa de individuos
altamente preparados y comprometidos para comenzar a andar hacia el futuro. Los
tiempos son igual de difíciles, y volvemos a ser conscientes de que no solo las
modas vuelven; sino que todo aquel tiempo que desperdiciamos en bagatelas y
ocio, además, se nos vuelve en contra. Es el momento de mirar hacia el pasado y
aprender de los errores… y los aciertos.
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