Muchas veces me han preguntado sobre cuál fue la causa que propició
que decidiera dedicar mi vida laboral a la docencia de adolescentes en un
instituto de Enseñanza Secundaria. Siempre he respondido lo mismo: “La bendita
culpa fue de mis padres y mis maestros”. He de confesar que desde que tengo
conocimiento, me he visto como una persona muy inquieta e interesada en conocer
y descubrir cosas nuevas, no importaba la materia que fuera, la meta a alcanzar
era aprender. Recuerdo con especial nostalgia todos aquellos momentos, duros y
menos duros, en los que sentado en mi pupitre de Maristas, del Chabas o del
Trevenque, ejercía mi labor como alumno, entusiasmado por la capacidad que
tenían mis maestros y profesores para transmitir todo el conocimiento que su
experiencia atesoraba. Es cierto también que no todos los momentos fueron igual
de fáciles; pero sí es verdad que siempre pudieron encontrar en mí a un alumno comprometido
y respetuoso con la labor que ellos desempeñaban.
En este instante entró en escena otro de los elementos
primordiales en la educación de todo joven, la familia. Sin los valores que me
inculcaron mis padres desde el primer momento, sé que nada de esto habría sido
posible. Analizar su labor como educadores ha sido para mí siempre algo
bastante curioso, sobre todo porque siendo novatos en el tema y dejando a un
lado manuales, pedagogía y modas educativas, supieron transmitirme un alto
nivel de valores humanos y sociales que siguen tan frescos como el primer día;
y ahí viene mi sorpresa, sin ningún grito, ni mala palabra, ni amenazas; al
contrario, desde el primer día diálogo y explicaciones constantes. Como muchas
veces decía mi madre: “A un niño pequeño no hay que amenazarle para que se
comporte de una determinada forma, porque tarde o temprano querrá rebelarse;
sino que hay que hacerle comprender cuáles son las consecuencias, buenas y
malas, de sus actos”. Pero su labor no se queda ahí, su implicación e interés
en mi desarrollo académico era patente. Reuniones, tutorías, charlas con otros
padres, con profesores, con amigos míos hacía que la labor educativa que
desempeñaban en casa tuviera su eco en clase, retroalimentándose hasta engranar
la maquinaria de mi vida. Y entonces pasaron los años y hubo que elegir hacia
dónde dirigir mi futuro, en el que poco a poco aparecieron inquietudes como la
capacidad de servicio público, siempre he creído que no hay mayor satisfacción
para una persona que ayudar a mejorar a la sociedad desde tu propio puesto de
trabajo. A ésta se unieron el gusto por los contenidos históricos, artísticos y
comunicativos que propiciaban el estudio de las asignaturas de Letras. Además
aparecieron en mi camino profesores que me enseñaron, que aunque tenían una
asignatura donde mis gustos podían verse contentados, su alto nivel de
exigencia y justicia para el trabajo de la materia que impartían, la hacía a su
vez más atractiva. El siguiente paso era fácil, marcar la meta a alcanzar y
luchar por ella. Ahora bien, tuve que atravesar unos años universitarios en los
que, aunque excelentes; por fallos en el planteamiento del sistema de formación
del personal laboral docente en España, no se instruía al alumnado en labores docentes;
sino en labores académicas de investigación sobre la Lengua castellana y su
Literatura. Esto pudo hacerme flaquear en algunos momentos; pero lo bueno es
que la motivación por desempeñar en un futuro la labor de profesor
contrarrestaban los altibajos. El viaje hacia la meta se completaba con un año
del curso para la obtención del Certificado de Aptitud Pedagógica (actual
Máster), las por algunos temidas oposiciones, y por fin la llegada al
instituto.
Llegar a tocar la campana de la meta. Saber que vas a poder
desempeñar la responsable labor de educar al futuro de una nación, es una
satisfacción inconmensurable. El problema es que entonces, en ese preciso
instante de felicidad desatada, uno se encuentra con gente desmotivada, alumnos
que no ven que sus inquietudes se satisfagan, docentes que no encuentran más estímulo
que el de poseer un sueldo fijo a fin de mes, familias que no se implican en la
educación académica de sus hijos e índices de fracaso escolar, absentismo y
abandono que harían a más de uno tirarse de los pelos. Entonces, en ese preciso
instante te miras al espejo del pasado y recuerdas, en tu ausencia de
experiencia docente, querer ser ese profesor ideal que hizo que tú te
interesaras por su asignatura, haciéndole comprender a todos los alumnos cuáles
son las consecuencias de una buena educación.
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